Lo que decía la semana pasada con el ejemplo de la fruta vale para que sigamos reflexionando hoy acerca de la madurez.
Otra cosa que me he encontrado mucho este verano, y no solo este verano es ¡queeeeeeeeeeeeeeeeeeeja! Queja porque no me da tiempo de contarte todo lo que te quería contar, queja porque hace calor o porque pasas frío. Queja porque tus hijos no estudian, queja porque no te escuchan, queja porque todo es tan difícil. Queja porque tienes muchas cosas, o queja porque el día se te hace largo. Queja porque todo el mundo se queja y tú no te quejas, queja porque te dicen que te quejas mucho y ni aun así te escuchan, queja por cómo va el mundo, queja porque nadie ve lo que tú ves. Queja por el precio de todo, queja porque no tienes a quién contarle tus quejas…
Sabes de qué hablo, ¿verdad?
Ahora quiero reflexionar contigo sobre por qué la queja es falta de madurez.
Volvamos al ejemplo de la fruta.
La fruta que llega a madurar, y no es tan raro que sea así, alcanza ese punto, su cualidad propia, después de haberse dejado hacer por la savia que lleva el árbol, por la climatología que toque, por el acierto o desacierto al cuidar la planta, o el árbol. Por supuesto que hay frutos de muy distinta calidad. Igual que en nosotros, la falta de atención a la planta, los cultivos masivos, los cultivos acelerados y la falta de experiencia, afectan al resultado. A la vez, el resultado es muchas veces positivo porque aunque las condiciones sean a menudo desacertadas, la planta hace su parte acogiendo lo que recibe y valiéndose de ello para madurar.
Así nosotros. Por supuesto que hay condiciones que favorecen el desarrollo y el resultado en vistas a nuestra madurez como personas. Pero vemos que muchas personas de este mundo nuestro, con unas condiciones de vida más que aceptables (decimos muchas veces eso de “no tengo de qué quejarme”), se quejan, mientras que otros que carecen de mucho de ese más, y a veces de lo necesario, no lo hacen. Hay de todo en todas partes, pero podemos decir que esto pasa, y es por ello por lo que nos preguntamos.
Es posible que no lo hagan porque la carencia les ha mostrado que hay que centrarse en lo que toca. Es posible que no se quejen porque han experimentado que no vale la pena. Quizá porque, con lo mucho que les falta, viven sin embargo agradecidos. Quizá no se quejan porque los que escuchan poco, aún los escucharán menos… No lo sabemos, puede haber muchos motivos. El caso es que se quejan mucho menos, y es algo de lo que podemos aprender.
Para aprender, hace falta mirar más allá de lo nuestro, mirar a otros seres humanos que en las mismas circunstancias, hacen de otro modo.
Por el contrario, la persona que se queja, aunque tenga setenta y tantos, recuerda demasiado a un niño de cinco. Del niño de cinco podemos entender que se queje: porque sus hermanos mayores no juegan con él, porque le acaban de quitar la piruleta, porque no llega al columpio y nadie le ayuda. Podemos entender que se queje porque es pequeño, la realidad grande, y sus gritos o sus lloros o sus rabietas son lo único que tiene para llamar la atención de los que pueden lo que él no puede.
Pero cuando esto lo hacemos a los setenta y pico… quejarme, o patalear, o mostrarme herida porque no puedo soportar que las cosas no sean como yo quiero, no es de recibo.
No lo hacemos tirándonos al suelo como el niño, porque se nos puede romper algo y porque no suele funcionar. Pero tenemos otros modos de hacerlo que, si no logran que los demás hagan lo que queremos, al menos nos permiten… quejarnos.
Este recurso de la queja, tan extendido, es antídoto eficaz contra la madurez.
Puedes descargarte el audio aquí.
Imagen: Levy Meir, Unsplash
Deja una respuesta