Vivimos en proceso. O mejor, ojalá vivamos en proceso. Vivir en proceso significa que no das por último el punto en el que ahora te encuentras, sino que te orientas hacia un más, hacia un mejor de lo que eres (los procesos pueden ser sin duda acerca de realidades más externas a ti, pero aquí hablamos de ese proceso por el que te abres a ser la persona que eres).
En estas entradas vamos a hablar de este proceso que, partiendo de una serie de claves que nos definen a todos como seres humanos, se hacen después personales para cada una, para cada uno de nosotros.
Vamos a hablar, más concretamente, de cómo estos procesos, que cambian nuestra mirada, cambian nuestra vida.
Otro aspecto de este cambio de mirada es el que se refiere a nosotros mismos.
¿Te has dado cuenta alguna vez de cómo te miras a ti misma, a ti mismo? De la mirada que tenemos sobre nosotros mismos decimos que es “normal”. Y sí, lo es, si “normal” es lo que llevo haciendo durante toda la vida. Norma entendida como modo de tratarme.
Pero a menudo, estamos llamando “normal” al autodesprecio, a la impaciencia, a la mirada que no da nada por nosotros mismos, que se reconoce en todos los defectos y en toda incapacidad. Incluso a veces decimos, en este contexto: “pero también me veo cosas buenas…”, y cuando preguntas “¿cuáles?”, la respuesta es tan pobre que parece que estás hablando de un ser de otro planeta, al que no conocieras de nada…
Ya te imaginas, por todo lo que venimos diciendo, que con esta mirada sobre ti no vas a llegar muy lejos. Tampoco cuando sobreactúas yendo al extremo contrario, al de todo lo hago bien y nadie tiene nada que reprocharme (actitud que a menudo encubre una pobre imagen de ti misma, de ti mismo).
Como hemos hecho en las entradas anteriores, nos orientamos hacia una mirada sobre nuestra vida que sea lúcida, que sea justa, que nos dé ganas de seguir creciendo (es lo primero que hemos dicho que caracteriza el proceso). Para ello, lo primero que tiene que caracterizar nuestra mirada es amor hacia nosotros mismos. Jesús de Nazaret toma este sano, libre amor a uno mismo, como medida del amor a los demás: Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 22, 37-39).
A la vez, para amarnos bien a nosotros mismos (ya vemos qué a menudo nos quedamos cortos o nos pasamos de frenada), hará falta primero que nosotros mismos hayamos experimentado el amor que nos hace conocernos como amables, como preferidos, como preciosos. Ese es el amor con que Dios nos ama, y cada uno de nosotros tiene posibilidad de conocer a Dios en alguno de los múltiples caminos por los que se nos muestra: en la palabra del mismo Dios, en la mirada de alguien que nos ama sin conocernos o porque nos conoce, en la experiencia de las cosas que hacemos por amor o en cualquier otro de los infinitos y maravillosos caminos en los que tenemos ocasión de experimentarnos amables. Luego quedará el interiorizarlo, echando fuera la mirada vieja que nos juzga, nos suspende, nos rechaza, nos invalida en toda ocasión. Poco a poco, caminando por este camino y con la ayuda que -¡Dios nos está amando todo el tiempo!- no nos va a faltar, iremos aprendiendo a amarnos.
Al amarnos, cambia nuestra mirada sobre lo vivido y sobre lo presente y lo que está por vivir. Cambia tu mirada, y te sitúas en la vida de otro modo. Cambia la mirada, y empiezas a vivir de otro modo.
Cambia la mirada, y cambia la vida.
¿Reconoces, en lo concreto, de qué modo ese cambio de mirada sobre ti te hará estar en la vida de otro modo? ¿Reconoces qué necesario es reconocer lo que vivimos y cómo nos está afectando, si vale para vivir o no vale ya, y cambiar nuestra mirada para que cambie la vida?
Míralo en tu vida, para discernir dónde te encuentras en este proceso.
Puedes descargarte el audio aquí.
Imagen: Brian Lundkist, Unsplash
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